Por Asun Mayor, escritora
Reciclar es una de las grandes modas de nuestro
tiempo. Es de esperar que de moda pase a costumbre, después a hábito y finalmente
a concienciación seria y firme de todas las sociedades civilizadas, de manera
que aprendamos y nos mentalicemos de que si lo contaminamos, no quedará nada
limpio, por ejemplo.
La cocina no se libra del reciclaje. Basta echar una
ojeada a las estanterías de gastronomía de cualquier librería para ver que un
buen porcentaje de títulos van en la línea de "Cocina de siempre",
"Los fogones de mi abuela", "La cocina de mi madre", "Recetas
de toda la vida", y un largo etcétera. Quede claro que la cocina es un
acervo[1] (el
lector disculpará el término, es que no puedo resistirme a la exactitud,
precisión y belleza de nuestra lengua) cultural de primerísimo orden, porque
nos habla de historia, modos de vida y costumbres de una sociedad que dio lugar
a esta en la que vivimos, entre otras cosas.
Y sin embargo, hay recetas que nunca más volverán a
vivir en las cocinas o en las mesas familiares. Sus ingredientes han
desaparecido o están prohibidos por la legislación vigente (algún día
hablaremos del desatino que supone legislar sobre alimentación desde el décimoseptimo
piso de un rascacielos de Bruselas o Luxemburgo sin saber distinguir un
avestruz de una col lombarda, pero esta es harina de otro costal) o,
simplemente, ya no disponemos ni del tiempo ni de los útiles necesarios, por
raro que esto pueda parecer. ¿Quién tiene bodega en su casa, con un grado de
humedad y temperatura determinados? ¿Quién tiene un jardín en el que macerar
albaricoques "a sol y sereno" durante cuarenta días?
Estas recetas merecen un lugar en nuestra biblioteca
de la cocina, que no vuelvan a vivir no significa que deban ser olvidadas, del
mismo modo que no ir con yelmo y armadura no significa dejar de leer el
Quijote. Pocas cosas hay más entretenidas que mirar recetas antiguas y fijarse
no ya en los pesos y medidas, tantas palabras bonitas que han desaparecido,
sino en la manera de proceder, en los preparativos. Muchos platos empezaban a
prepararse de víspera y una prueba infalible de la antigüedad de la receta es
que el tiempo se medía en oraciones: "dejar cocer el tiempo de un
credo", "freír durante tres kyries", "mezclar en tres
padrenuestros y dos avemarías". Estas recetas forman parte de nuestra
historia y sin duda nos han llevado a la cocina española de nuestros días, esa
que es, sin exageración, una de las mejores del planeta.
Y que existan recetas que han pasado
a la historia y se han convertido en anécdota es una muy buena cosa que nos
lleva a valorar y agradecer todo lo que tenemos a nuestro alcance y que nos
hace la vida infinitamente más sencilla, más fácil, más agradable, manteniendo
al mismo tiempo (casi todo) el sabor, la preparación y el valor de la cocina
tradicional. Productos limpios, preparados para usar y listos para comer,
garantías sanitarias de todo tipo, posibilidad de cocinar con ingredientes
exóticos que dan un toque diferente a nuestros platos, cocina internacional accesible
a todos los bolsillos.
¿No es una maravilla poder hacer
pasta italiana en casa y servir unos gnocchi acompañados de un Friuli fresquito,
haciéndonos sentir teletransportados a la Venezia Giulia? Y, ¿qué me dice el
lector de un spanakopita con un vino de Rueda? ¿Y de un Mont-D'Or de temporada,
con sus champiñones y sus cubos de pan,
todo ello regadito con un buen Rioja blanco y seco? Para caérsele a uno las
lágrimas.
Conservemos las recetas antiguas,
claro que sí. Pero tengamos muy claro que "cualquier tiempo pasado fue mejor" no se escribió para las
artes culinarias, así que aprovechemos, exprimamos, estrujemos, las infinitas
posibilidades y el enriquecimiento personal que nos brinda la era de la
no-distancia.
[1]
Según la R.A.E, el acervo es un "conjunto
de bienes morales o culturales acumulados por tradición o herencia".